Salga

Ya se han prendido las luces del invierno, justo hoy, casi sin darnos cuenta y ubicándonos en lo rápido que oscurece en esta ciudad. Es cierto que aportan calidez al invierno y ligereza al frío que envuelve estas calles, dan otra cara a las ciudades. Dejando tras la puerta todas esas delicadezas vinculadas liquidez.

Es fácil distinguir a alguien de paso de alguien que sabe a dónde dirigirse, ambas saben a dónde van, con quien, qué esperar al llegar y en cuánto tiempo. Ahora, el medio y el ritmo de dirección determina esa diferencia. Calles llenas de gente de paso y que camina para permanecer. Qué cómo caminar con tranquilidad a que no burlen el espacio seguro… aparentar destino y conocer la velocidad justa. Igualmente y con todo, las sugerencias de peligro siempre están ahí. Siempre. Desconocidos que deciden que es necesario comentar, charlar y sugerir con mofa o lascividad sobre el destino de viandantes. Da igual dónde estés, o cuán lejos vayas, siempre están ahí.

Asientos vacíos, y largas colas de minutos en verde, con segundos incluidos. Más carga de lo habitual, de ida y también de vuelta. Deshacer bolsas, guardar, echar, desechar, seleccionar, montar otra bolsa, hacer hueco por la mañana. Decidir si música o podcast en el trayecto. No hace frío, pero sí había mucha brisa gélida. Gélida hasta llegar a congelar las falanges de los pies. No sentir nada, y decidir que es necesario cambiar.

Casi un mes mostrando a gente de literalmente todo el mundo por dónde sí y por dónde no. Decidiendo acerca de su salud en ocasiones, y evitando esperas, o provocándolas. Ganarse empatía y a veces malas caras. También engaños con la vida de un animal de por medio o afán de coleccionismo, o simplemente buscar unas escaleras en las que fotografiarse para nunca jamás volver a ver esa foto. Y mucho mucho asombro al llegar a lo más alto, no es para menos, ese caótico techo del cielo es una insana locura, y un privilegio desde el que reflexionar atardeceres en los últimos días. Empiezan en una única tonalidad en el punto exacto donde el sol se esconde, después se despide de un tenue rosado por todo el borde del cielo, para llegar a un morado degradado, incluso con algún arcoíris de por medio hasta el mar; más oscuridad y los colores de las esquinas desaparecen. Solo queda luz en el punto del principio y penumbra en el resto de la vista. Un estallido lento del sol y ya solo faltan unos cuántos minutos para dejar la huella en el vidrio antes de caminar con mayor o menor prisa colina cementada abajo.

Abrir una nuez, o un concho como se les llama por allá, es una tarea ardua. No puede hacerse con las propias manos, o no es lo habitual. Como mínimo de alguna herramienta que provoque tal presión que se resquebraje y ceda para partirse a la mitad y mostrar si hay o no nuez que comer. En ocasiones, la mayoría, las herramientas no han sido más que una piedra muy grande de granito y lascas entre beige y blanquecinas, brillante. Una piedra con la que ejercer un toque fuerte pero decisivo, con la presión justa para crear grieta y no en exceso para dejar en cachitos todo lo que querías extraer del interior de ese concho. A veces podrido y esfuerzo en vano. Desde siempre fue con una piedra, luego, lejos de dónde descansa esta roca, llegó algo más sofisticado, algo de metal y de uso sencillo, imposible pasarse, automática en cuánto a tipo de presión. Luego convivieron las dos opciones durante mucho tiempo. Siguen haciéndolo.

Llegaron todas intactas, partidas y sin envoltura, en un paquete que transmitía invierno en sus cuatro esquinas.

Elegir las herramientas, contar con esa capacidad, comenzar a abrir y probar suerte, y que salga lo que salga.

Autor: Laura

Cerveza, letras y poco más. He publicado un libro, de poesía, pero no quieran leerlo.

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